24 octubre 2013
En un soneto
de Jorge Luis Borges dedicado al místico sueco Emanuel Swedenborg, el escritor
argentino imagina que éste era capaz de ver lo que no ven los otros terrenales:
/ La ardiente geometría, el cristalino / Laberinto de Dios y el remolino /
Sórdido de los goces infernales, pero sabiendo que tanto la Gloria como la
Perdición no son destinos lejanos o intangibles, porque en tu alma están.
La idea del
hombre como compendio o espejo del universo, del cielo y el infierno, me sirve para hablar de un compatriota de
Swedenborg, el fotógrafo Micke Berg, nacido en 1949 en el norteño villorrio de
Lycksele, donde casi nada saben de la luz solar durante cuatro meses al año.
Quizá de esa vida sin frontera precisa entre el día y la noche provenga la
propensión de Berg, cuyo grado de conocimiento de la obra de Swedenborg
desconozco, a pensar, como éste, que la soledad de cada hombre todo lo incluye
y que la vida es una danza enloquecida de microcosmos personales, en cada uno
de los cuales cohabitan asimismo, como enumeró Borges, “plantas, montañas,
mares, continentes, minerales, árboles, flores, abrojos, peces, herramientas,
ciudades y edificios”.
Creo que si
me pidieran el nombre de un fotógrafo vivo en el cual se resume la divinidad
del ser humano, elegiría a Berg, un ind0mable individualista que, muy a su
pesar, ejercita la cívica melodía de recordarnos que no somos símbolos o cifras
escritos por alguien ajeno, sino contenedores de la divinidad —y también de su
necesario complemento, la condenación—. Digo muy a su pesar porque Berg es uno
de esos descreídos hijos de la mitad del siglo XX a quienes conozco bien porque
son mis compadres generacionales: viven en la duda y la cultivan, suelen
proferir apostasías y abjurar de todo, pero son inocentes y no saben conspirar
y, claro, dudan (también) de sí mismos y lo hacen con tal fervor que terminan
por confiar en la única región donde la duda no cabe, la santidad del alma.
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